viernes, 22 de septiembre de 2023

EL CONTRAPUNTO

 


Por José Melero.

Durante muchos años Sevilla y Betis jugaron dos deportes distintos. Unos corrían y no esquivaban el cuerpo a cuerpo y otros la pasaban cortita y al pie. Unos competían en una maratón y otros jugaban estáticos, como si de un pívot de baloncesto se tratase.

Era una época donde el futbol español estaba dividido en dos escuelas, la escuela sevillana y la escuela vasca. Los que transitaban con ritmo cansino y los que iban cuáles ciclones imparables. Los que jugaban al pase corto y los que jugaban al pase corto... pero por arriba.

Eran los años veinte, y en aquel Sevilla sobresalía la delantera. Escobar, Spencer, León, Kinké y Brand. Los cinco se entendían solo con mirarse, y con la mirada inventaban caminos sobre el terreno de juego y con la mirada llamaban a la pelota, que como un perrito faldero les seguía sin perderse jamás.

El público los bautizó como la “Línea del Miedo”, por el terror que infligían a las defensas rivales. Y el tiempo les convertiría en leyenda.

Un equipo que deslumbró al futbol español en aquella semifinal de Copa frente al Athletic Club de Bilbao en Madrid en 1921, hace un siglo, casi nada. Del fútbol de aquel Sevilla que no copiaba a nadie y que hacía del arte de sus jugadores su fuerza mayor y que imponía al país su estilo, que no precisaba seguir el esquema de otros, pues tenía su personalidad, su filosofía, queda aquella victoria frente a los vascos. Una victoria del fútbol. El fútbol que gustaba ver y aplaudir a los aficionados y ante el cual España entera tuvo que inclinarse.

Un estilo que fue sinónimo de éxito, puesto que de los veintiunos de los Campeonatos de Andalucía disputados, los finos jugadores sevillistas ganaron todos menos tres. La razón de esto es simple: el fútbol reúne a quienes hablan el mismo idioma, los junta y genera cohesión de manera natural. Aquel Sevilla arrasaba en el campeonato regional y fue una maravilla porque durante décadas varios cracks estuvieron en el momento justo en el lugar indicado.

Sin la inmediatez con la que los actuales medios de comunicación construyen los nuevos ídolos del deporte, sin el respaldo de la televisión y las redes sociales que logran llevar hasta el último rincón del país la imagen de las estrellas del balón, aquellos héroes de blanco supieron agrandar el mito de un equipo que despertaba la admiración de una hinchada cuyo principal interés era ir a ver a aquellos intrépidos futbolistas de los que los periódicos hablaban y al que los niños trataban de emular en los arrabales sevillanos.

En la otra orilla, el Betis practicaba un futbol de contacto, rudo, de velocidad y fuerza, que tenía por combustible el pánico a perder frente a unos vecinos técnicamente superiores.

Eran aquellos derbis, una explosión en las gradas y sobre el escaso césped que habitaban en los terrenos de juego en aquellos años. Una rivalidad propiciada por una dicotomía en el juego, que levantaba pasiones y que sostenía dos estilos bien distintos, uno nacido del virtuosismo de sus protagonistas y otro que vería la luz ante la necesidad de sobreponerse al equipo triunfante en aquella Andalucía futbolera.

Cada Sevilla-Betis era una nueva batalla de esta guerra de nunca acabar. Dos equipos que amaban a una misma ciudad, que se ofrecía a los dos sin decidirse por ninguno.  

Un juego, el sevillista, que se asemejaba más a una filosofía de vida que a una forma de jugar, un estilo basado en el buen trato a la pelota. Y frente a ellos el Betis, su contrapunto.

 

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